martes, 21 de julio de 2009

Del amor y otras yerbas

Hoy hablaba con una de mis amigas, quien está enamorada. Pero de verdad. De esas que cuando mencionan al objeto de sus tormentos los ojos se le ponen lánguidos, y aunque estén reclamando contra alguna tropelía realizada por el susodicho la voz se les enternece, y una sonrisa dulzona se instala en su cara con o sin consentimiento.

Mi amiga está enamorada, y me encanta la alegría vaporosa que envuelve su andar.

Pero entonces me pongo latera, y reflexiono sobre ese misterio, que a mi juicio no es tal, que implica estar flotando en esa nube llamada amor.

Somos seres perfectos, bellos, regalo prodigioso de la creación, con ese toque divino que nos da el haber sido hechos por la mano maestra de dios, que no es otra cosa que el universo y su energía creadora.

El problema es que se nos olvida, y nos pasamos la vida entera creyendo que no somos lo suficientemente bellos, inteligentes, capaces o buenos, y creamos de nosotros mismos una imagen en la que resaltan más los puntos bajos que las grandezas.

Entonces sucede, como un milagro, que alguien se cruza en nuestro camino, y nos ve tal cual como somos, distinguiendo de inmediato esa luz brillante que emana desde nuestra alma, y se convierte en un espejo que refleja esa imagen.

Y nos reencantamos con nosotros mismos.

Nos sentimos especiales porque estamos viendo que lo somos; tenemos frente a nosotros a otra persona que nos muestra hermosos, y esa felicidad nos envuelve y nos hace ver la vida de un modo más amigable. ¡Qué importan la crisis, los tacos, los malos ratos en el trabajo, si al final del día tengo en mis brazos a ese ser que ve lo que hay en mi alma, y me hace recordar la belleza que hay en mí!

Nos vemos a nosotros mismos en los ojos de quien nos ama, y nos volvemos más amables, más generosos, porque descubrimos el placer de dar por el sólo hecho de entregar.

El problema está cuando ese otro tan especial, tan importante para nuestras vidas, desaparece. Cuando el espejo que reflejaba nuestra propia luz ya no está ahí. El mundo se vuelve un lugar oscuro e inhóspito, porque no vemos el reflejo de nuestra belleza, y creemos que ya no somos tan especiales, tan importantes, porque ya no hay nadie frente a nosotros que nos lo recuerde.

Se nos olvida, sin embargo, que el espejo no puede reflejar algo que no existe.

Si no fuese porque nuestra alma tiene esa luz, ese brillo especial, jamás lo habríamos visto en los ojos de nadie. Nuestra alma tiene ese toque divino, y eso es lo que los otros pueden ver cuando se abren a conocer y descubrir lo hermoso de cada espíritu que se cruza en su camino.

Entonces, no necesitamos que venga alguien a mostrarnos lo bellos que somos. Basta con que miremos en nuestro interior, y seamos concientes de nuestra perfección.

Será entonces cuando alcancemos una nueva capacidad para amar. Porque no necesitaremos al otro para que nos recuerde qué tan buenos somos, si no que solamente querremos compartir nuestro tiempo, energía y amor por la pura alegría de vivir la experiencia. Habremos sido capaces de aceptar al otro tal cual como es (pues entenderemos que así como nosotros somos perfectos, el otro también lo es, y no querremos cambiarlo ni mejorarlo), y estaremos junto a él o ella con honestidad, sin pedir nada a cambio, sólo por la alegría de compartir el tramo del camino, que puede durar unos días, o bien la vida entera.

Quizás sea esa la forma cómo hacer del amor no un suceso extraordinario que sólo a unos pocos sucede, si no un estado natural de la vida, que convierta cada día en una aventura digna de ser intensamente vivida. Como mi amiga enamorada, que espero siga así por mucho tiempo.

domingo, 19 de julio de 2009

Este otro post es para ti.

Hoy hace exactamente un año que la vida se puso de cabeza, y me arrastró en un giro inesperado hacia costas lejanas y abrazos que nunca esperé.

Ya sea por coincidencia, o por ese afán milenario de vivir cada hora como una gran aventura, me encuentro exactamente en el mismo lugar donde se abrieron las cortinas del misterio. Con mi voz en calma, y mis manos siempre inquietas.

Amiga mía, hoy leí tus palabras de despedida, y me mostraron con más certeza la enorme sabiduría que alberga tu alma. Supiste siempre, mejor que yo, qué era lo que yo buscaba, y sabías también que tu misma dedicatoria no era más que un "vete a vivir tu destino, que aquí estaré esperando tu regreso para reirnos y llorar juntas de nuevo".

Ahora que me encuentro al final del descenso de esa colina donde trepé con tanta euforia, miro mi entorno y sonrío al sentir cuánta dicha hay en mi vida. Porque comprendí que la única respuesta a todas mis preguntas estuvo siempre en mi interior, y es el momento de comenzar a vivir con el corazón puesto en cada sagrado minuto de la existencia.

Porque, como vimos hace justamente un año, sólo nos queda esperar lo inesperado, y lanzarnos a la aventura como siempre lo hemos hecho, armadas de una sonrisa radiante y una flor en la mano.

Soy muy feliz por tener el inmenso regalo de tu amistad, en esta vida, en las anteriores (especialmente en aquella que nos llevó al Caribe), y en todas las que nos depare el universo.

Es mi deseo para ti que haya siempre risas y bendiciones en tus días.

sábado, 18 de julio de 2009

Una vez más en camino

Esta tarde salí de casa con el aparente deseo de aprovechar los tenues rayos de sol que pugnaban por asomarse entre las nubes post frontales. En realidad ya no necesito buscar una excusa para dar explicación coherente a esa fuerza sin motivo que me impulsa a salir al camino y dejarme llevar por una ruta no trazada.

Sintiendo, como casi siempre, esa corriente vertiginosa que recorre mi cuerpo y prácticamente me obliga a estar en movimiento, rápidamente cambié mis ropas y zapatos por algo más apropiado para el viento (que seguía soplando con fuerza), y sin mucha ceremonia dejé que mis pies me llevaran.

Primera esquina. ¿Sigo recto, o doblo a la izquierda? Pese al lodazal que se anticipaba en el camino directo, antes de decidirlo ya estaba en esa vía, poniendo todo mi espíritu en cada movimiento, sintiendo el crujir de la arenilla bajo mis pasos. Escuchando el rumor de la hierba encogiéndose bajo mi peso.

Llevo años haciendo el mismo circuito, y nunca deja de impactarme. La calle desemboca frente a la playa, pero dando un breve círculo, por lo que no veo la orilla del mar hasta que ya estoy prácticamente en el camino que lo bordea. Sus grandes olas, ese color intenso de los roqueríos de la despedazada costa, golpean mi pecho con estruendo, y dejo de respirar por unos segundos, una y otra vez maravillada ante tanta magnificencia.

Dejé que el sendero me guiara, y tras varios años sin intentarlo recorrí la que era mi ruta de vagabundeo años atrás, un circuito que siempre realizaba cuando necesitaba aislarme y dejar de pensar.

Me interné por las rocas, sintiendo casi como dentro de mi cuerpo las diferentes texturas sobre las cuales iba caminando; dejé que el viento despeinara mi ya de por sí desarreglada melena, convirtiéndome en una con el aire y sus remolinos.

De pronto me encontré, erguida, en uno de mis rincones favoritos. Miré hacia el norte, donde la bruma hacía casi invisibles los bordes de los cerros. Miré hacia el sur, y el reflejo del sol daba a cada ola, cada rugir de roca, un color intenso y desafiante. Recordé mis pasos en una costa lejana, similar latitud pero en el hemisferio contrario, y me di cuenta que era siempre lo mismo. Distinta posición del astro, pero idénticos reflejos y emociones. O diferentes, de acuerdo a lo abierto que estuviera mi espíritu en cada momento para alimentarse de esa belleza.

Por mi mente desfilaron las fotografías que me esforzaba en registrar y subir al facebook para mantener a mi familia al tanto de mis movimientos. Mi hermano menor no podía evitar, por broma, hacer paralelos con esta misma costa, dejando mensajes del tipo “na, mentira, esas son las rocas de Punta de Lobos. Estás en Chile, hermanita”. Y me di cuenta ahora de que era cierto. Distinta geografía, diferente flora y fauna, pero el mismo espíritu revoloteando dentro y fuera de mi cuerpo.

Hasta que mis pasos me llevaron a aquel rincón que se había ocultado sistemáticamente a mi vista durante los últimos años. Un lugar específico entre los murallones, difícil de distinguir desde la costanera, donde cerca de 20 años atrás nos íbamos con mi amiga Paz a desafiar los elementos, observar aglomeraciones de espuma (a las que llamábamos “ovejitas”), hacer meditación en forma innata (ni idea teníamos entonces del zen y sus prácticas), y sobre todo, dejar libres nuestros espíritus cantando desaforadas, sin preocuparnos por paseantes que pudieran ofenderse con nuestros poco ortodoxos griteríos.

Recordé con alegría nuestras tardes de verano, sentadas sin decir nada por horas, sólo disfrutando del momento y cargándonos con el siempre bienvenido sol (convenientemente protegidas con gorros y bloqueador, pues era nuestra época gótica, y no podíamos broncearnos).

Y sentí que de todas las fuerzas, la de la naturaleza es la más perfecta, con la que la ley del dar se convierte en una obra maestra sublime. “¿Qué podemos dar a la naturaleza? Ella nos da todo, es como una gran madre que te acoge, te protege, te cuida y alimenta; la más grande dadora de amor que pueda existir, y que no pide nada, sólo entrega, por el puro placer de entregar”.

Después de un largo rato, en que se mezclaron visiones del pasado y emociones presentes, terminé mi circuito llegando a la escalinata del Rapa Nui. Al pasar vi una botella de cerveza, que algún descuidado paseante había dejado tirada. Ya iba a seguir de largo mi camino, juzgando en mi mente al hechor de semejante acto, cuando mis pies desanduvieron sus pasos. “No soy mejor que esa persona, si veo esta basura infectando la obra pura del universo, y no soy capaz de removerla”. Tomé la botella, y seguí mi camino, donde en forma mágica apareció un basurero. Antes de llegar a mi destino, ya había otro desecho dándome la oportunidad de recogerlo. Puse ambos en el recipiente, y cuando me di vuelta hacia el mar vi tres toninas nadando, descaradas, sobre la cresta de una gran ola. No alcancé a darme cuenta de mi sorpresa cuando desaparecieron. Intenté divisarlas por un instante más, hasta que entendí que no volverían a aparecer.

Recordé las palabras de Merlín al pequeño futuro Rey Arturo, citadas por Deepak Chopra, cuando le da a probar una exquisita sopa, y apenas el niño da el primer sorbo, se la arrebata, diciéndole “si no eres capaz de sentir el sabor en el primer instante, entonces nunca lo podrás apreciar”. Así que no me extraño que pudiese ver a esos simpáticos animales, que nunca antes había visto en ese lugar de manera tan nítida, por sólo una fracción de segundo.

De alguna manera sentí que era la forma en que el universo me agradecía por haber sacado esa basura. Y yo, que ya estaba contenta por el sólo hecho de recogerla, me sentí doblemente feliz y recompensada.

Cae el silencio

Cae el silencio en el surco anónimo del vacío.
Caen las semillas en la arena, y no me pregunto si habrá destino, pues el mar aún resplandece, y sólo somos mi voz y mi aliento buscando rutas hacia el horizonte.

El suspiro del amanecer

No busco más que el suspiro del amanecer, cuando la penumbra resbala bajo la almohada, cuando los tenues resplandores se cuelan bajo mis párpados, y mis manos quietas dibujan senderos en los pliegues del silencio.

Y aquí estamos otra vez

Y vuelve el perro arrepentido, con el rabo entre las patas, con el hocico partido...

Bueno, de esto último nada, al contrario, más parada en la hilacha y metiendo bulla que nunca.

El caso es que estoy de vuelta en mi patria, que me lo pasé increíble en California, pero llegó la hora del retorno, y sin mucho que lamentar me embarqué nuevamente.

Y no echo de menos para nada. Al principio el cambio fue brusco; pasar del campo playa a la vorágine citadina casi me desquicia, pero después de hacer el correspondiente retiro espiritual en la costa de mis amores puse mi energía en equilibrio, me concienticé de que ya no tenía que pensar en dólares si no en pesos, y que todo lo que pasaba en mi existencia se iba poniendo cada día más emocionante, así que a las pocas semanas de estar de regreso ya mi vida es un carnaval, y lo he pasado de lo lindo.

Ahora, a poner las cosas en orden. A trabajar en todos aquellos anhelos que quedaron en el tintero, y que temí que nunca podría realizar. Publicar un libro? La verdad es que, a estas alturas, me da como lo mismo. Ya tengo otro blog donde empezar a hurguetear, como más orientado a ciertas aventuras tragicómicas propias de Amanda Cabot (era que no), y por acá seguiremos con los aportes en poesía, que esta vez sí que sí tienen un sabor distinto.

Ya basta de melancolías, de amores inconclusos, de besos olvidados. Desde este momento se acabaron los pesares, y como recomienda el gran maestro Basho, mi poesía será inspiradora, constructiva y bella.

Eso no significa que mi corazón de alcachofa haya dejado de latir. Al contrario, llegué más sensible que nunca, pero con una visión del amor mucho más centrado en lo universal que en lo particular. Así que, decidida a no sufrir más por pequeñeces, me levanto en armas en contra de esa pena sin tregua que me embargó por años...

Bienvenida, Lily, Amanda y todos mis personajes, que el mundo sigue siendo un vasto campo de aventuras, y mi corazón se alegra de estar siempre dispuesto a correrlas.