sábado, 18 de julio de 2009

Una vez más en camino

Esta tarde salí de casa con el aparente deseo de aprovechar los tenues rayos de sol que pugnaban por asomarse entre las nubes post frontales. En realidad ya no necesito buscar una excusa para dar explicación coherente a esa fuerza sin motivo que me impulsa a salir al camino y dejarme llevar por una ruta no trazada.

Sintiendo, como casi siempre, esa corriente vertiginosa que recorre mi cuerpo y prácticamente me obliga a estar en movimiento, rápidamente cambié mis ropas y zapatos por algo más apropiado para el viento (que seguía soplando con fuerza), y sin mucha ceremonia dejé que mis pies me llevaran.

Primera esquina. ¿Sigo recto, o doblo a la izquierda? Pese al lodazal que se anticipaba en el camino directo, antes de decidirlo ya estaba en esa vía, poniendo todo mi espíritu en cada movimiento, sintiendo el crujir de la arenilla bajo mis pasos. Escuchando el rumor de la hierba encogiéndose bajo mi peso.

Llevo años haciendo el mismo circuito, y nunca deja de impactarme. La calle desemboca frente a la playa, pero dando un breve círculo, por lo que no veo la orilla del mar hasta que ya estoy prácticamente en el camino que lo bordea. Sus grandes olas, ese color intenso de los roqueríos de la despedazada costa, golpean mi pecho con estruendo, y dejo de respirar por unos segundos, una y otra vez maravillada ante tanta magnificencia.

Dejé que el sendero me guiara, y tras varios años sin intentarlo recorrí la que era mi ruta de vagabundeo años atrás, un circuito que siempre realizaba cuando necesitaba aislarme y dejar de pensar.

Me interné por las rocas, sintiendo casi como dentro de mi cuerpo las diferentes texturas sobre las cuales iba caminando; dejé que el viento despeinara mi ya de por sí desarreglada melena, convirtiéndome en una con el aire y sus remolinos.

De pronto me encontré, erguida, en uno de mis rincones favoritos. Miré hacia el norte, donde la bruma hacía casi invisibles los bordes de los cerros. Miré hacia el sur, y el reflejo del sol daba a cada ola, cada rugir de roca, un color intenso y desafiante. Recordé mis pasos en una costa lejana, similar latitud pero en el hemisferio contrario, y me di cuenta que era siempre lo mismo. Distinta posición del astro, pero idénticos reflejos y emociones. O diferentes, de acuerdo a lo abierto que estuviera mi espíritu en cada momento para alimentarse de esa belleza.

Por mi mente desfilaron las fotografías que me esforzaba en registrar y subir al facebook para mantener a mi familia al tanto de mis movimientos. Mi hermano menor no podía evitar, por broma, hacer paralelos con esta misma costa, dejando mensajes del tipo “na, mentira, esas son las rocas de Punta de Lobos. Estás en Chile, hermanita”. Y me di cuenta ahora de que era cierto. Distinta geografía, diferente flora y fauna, pero el mismo espíritu revoloteando dentro y fuera de mi cuerpo.

Hasta que mis pasos me llevaron a aquel rincón que se había ocultado sistemáticamente a mi vista durante los últimos años. Un lugar específico entre los murallones, difícil de distinguir desde la costanera, donde cerca de 20 años atrás nos íbamos con mi amiga Paz a desafiar los elementos, observar aglomeraciones de espuma (a las que llamábamos “ovejitas”), hacer meditación en forma innata (ni idea teníamos entonces del zen y sus prácticas), y sobre todo, dejar libres nuestros espíritus cantando desaforadas, sin preocuparnos por paseantes que pudieran ofenderse con nuestros poco ortodoxos griteríos.

Recordé con alegría nuestras tardes de verano, sentadas sin decir nada por horas, sólo disfrutando del momento y cargándonos con el siempre bienvenido sol (convenientemente protegidas con gorros y bloqueador, pues era nuestra época gótica, y no podíamos broncearnos).

Y sentí que de todas las fuerzas, la de la naturaleza es la más perfecta, con la que la ley del dar se convierte en una obra maestra sublime. “¿Qué podemos dar a la naturaleza? Ella nos da todo, es como una gran madre que te acoge, te protege, te cuida y alimenta; la más grande dadora de amor que pueda existir, y que no pide nada, sólo entrega, por el puro placer de entregar”.

Después de un largo rato, en que se mezclaron visiones del pasado y emociones presentes, terminé mi circuito llegando a la escalinata del Rapa Nui. Al pasar vi una botella de cerveza, que algún descuidado paseante había dejado tirada. Ya iba a seguir de largo mi camino, juzgando en mi mente al hechor de semejante acto, cuando mis pies desanduvieron sus pasos. “No soy mejor que esa persona, si veo esta basura infectando la obra pura del universo, y no soy capaz de removerla”. Tomé la botella, y seguí mi camino, donde en forma mágica apareció un basurero. Antes de llegar a mi destino, ya había otro desecho dándome la oportunidad de recogerlo. Puse ambos en el recipiente, y cuando me di vuelta hacia el mar vi tres toninas nadando, descaradas, sobre la cresta de una gran ola. No alcancé a darme cuenta de mi sorpresa cuando desaparecieron. Intenté divisarlas por un instante más, hasta que entendí que no volverían a aparecer.

Recordé las palabras de Merlín al pequeño futuro Rey Arturo, citadas por Deepak Chopra, cuando le da a probar una exquisita sopa, y apenas el niño da el primer sorbo, se la arrebata, diciéndole “si no eres capaz de sentir el sabor en el primer instante, entonces nunca lo podrás apreciar”. Así que no me extraño que pudiese ver a esos simpáticos animales, que nunca antes había visto en ese lugar de manera tan nítida, por sólo una fracción de segundo.

De alguna manera sentí que era la forma en que el universo me agradecía por haber sacado esa basura. Y yo, que ya estaba contenta por el sólo hecho de recogerla, me sentí doblemente feliz y recompensada.

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