miércoles, 14 de noviembre de 2007

Me duele su dolor.

Me siento acongojada. No triste, acongojada. Siempre me ha impactado el dolor y la impotencia de la gente más sencilla, no de los pobres urbanos, si no de la gente de campo. De aquella que no conoce más que sus horizontes hechos del polvo de los caminos y los campos, generalmente ajenos, que trabajan.

Tal vez sea porque reconozco en esa sencilla gente de tierra mi propio origen. Tal vez leo en esos ojos que han visto una y mil veces el mismo amanecer entre los cerros una certeza absoluta, que no somos más que el instante fugaz que nos conecta con otros.

Y es por eso que me duele el dolor de quienes sufren ahora la pérdida de sus pocos enseres. Aquellas gentes que no luchan por un plasma, ni por el auto de último modelo, ni siquiera por un ascenso. El dolor de quienes no ambicionan más que una huerta para cultivar sus alimentos, y una cama que acoja su descanso. El dolor de quienes a nadie molestan, y que en un minuto ven como sus escasos enseres se confunden con escombros.

Esta noche hay quienes duermen con temor, esperando que la tierra nuevamente se sacuda, rogando porque el amanecer les traiga calma y un poco de agua. Mientras, yo me acomodo en mis almohadones y disfruto mirando una película sin verla.

Esas gentes no saben de mi angustia, del tormento que se clava en mis venas cada segundo, luchando por ser libre y marcharme de esta ciudad enloquecedora. Ellos sólo ven su casa en ruinas, y lloran de impotencia.

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