martes, 13 de noviembre de 2007

No me gustan los hombres que comen mucho.

Soy jodida, lo sé, y también asumo que esa característica se acentúa de una manera alarmante con cada día que pasa.

Lo siento. Si hay algo que me carga son los hombres que comen mucho.

No tengo nada contra una sana y balanceada alimentación, y tampoco pretendo que todo el mundo exhiba un look de tabla como el mío, pero me molesta así como bien adentro esa mala costumbre de comer harto. De ser "bueno pa'l diente". De dejar los platos limpios.

Recuerdo que mi anterior novio (novio de verdad, 7 años, tengo fotos que lo demuestran) era así como medio glotoncito. Se tragaba cuanta mugre le pusieran por delante, bien regado con litros y litros de cerveza, por supuesto. En su casa vivía con su madre (casi una santa) y dos tías solteronas, que claramente se esmeraban en hacerlo comer casi hasta reventar, y gozaban viendo cómo apuraba el tranco a cucharazos y sorbos.

Me revienta esa costumbre. Como si fuera una gracia arrasar con todo lo que hay en la mesa, servilletas incluidas. Y peor, que se sirvan los platos diferenciados, con poquito para la flaca que come poco, y llenito para el guata de sapo que se traga hasta los cubiertos.

No sé si mi hogar será un modelo de virtud, pero nunca se ha servido un plato más grande que otro. Todos por igual. El que quiera comer menos, que lo deje en el plato. El que quiera más, que saque de la olla o se harte con ensaladas. Por eso en mi familia somos todos esbeltos (rayando algunos en la extrema delgadez), pero nadie anda con hambre ni mirando los platos ajenos.

Tuve otro novio (este me duró menos, sólo 1 año y medio. No tuve más paciencia) que le gustaba la buena mesa. Una vez lo llevé a la playa y mi madre se espantó cuando vio que tenía que repetirle el plato, porque quedaba mirando. Bueno, el joven era un poco corpulento, y cuando le di el corte definitivo ya estaba encaminado a una leve obesidad. Incluso una vez nos invitaron a comer a la casa de una amiga, y él métale sirviéndose todo lo que le ofrecían, ignorando mis codazos y mi cara agria de vergüenza...

Me gustan los hombres que saben comer. Que se toman su tiempo, degustan lo que se les sirve y no la dejan a una horas comiendo sola. Que no arrasan con lo que una tenga en el refrigerador (aunque sea una leche y un queso crema). Que comen poco, pero varias veces (tampoco pretendo que anden por la vida muriendo de inanición). Que no se desmayan si no tienen el tonto pedazo de carne en el plato.

Claro que hombres así casi no existen.

Me estaré poniendo demasiado exigente? Puede ser, pero admito desde el fondo de mi corazón que odio la postal de un chanchito sobándose el abdomen y sonriendo con satisfacción por la suculenta comida.

Si sigo a este paso no agarraré ni un resfrío a la pasada... menos mal que adquirí la sana costumbre de primero preguntar y después besuquear. Así la historia no pasa de ser una anécdota, y no un manchón en mi historial.

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