lunes, 3 de septiembre de 2007

Todos mis gatos...

En mi pieza tengo un collage con muchas fotos de mi infancia, paso por el colegio y hasta de mi titulación en la universidad, imágenes que por alguna absurda razón que conozco y me avergüenza revelar estaban ocultas en el fondo de un cajón inaccesible. Hace unas semanas las encontré, y reemplacé un descolorido poster de Paradise Lost, dándome el gusto de recortar todas las personas que no me hacía gracia que estuvieran ahí.

Entre tanto personaje ilustre hay dos que esta mañana estuve recordando: mis gatos. En total he tenido tres, si obviamos al primero, el Humito, que tuvo un trágico final que prefiero no recordar.

Los tres son iguales, blanco con negro. Cuál será ese afán de hacerme de gatos colocolinos? Sólo puedo decir en mi favor que no existen gatos azules, y que no voy a teñirles el pelaje sólo por amor a un estandarte...

La primera fue Pitusa, mi gata engreída. Me la regalaron para un cumpleaños, creo que como a los 12 ó 13 años. Era idiotina. Malas pulgas, antipática. Si uno la tomaba para acariciarla se arrancaba. Arisca, ponía mala cara a las visitas no gratas. Sin embargo, más de una vez llegó a mis brazos cuando alguna penita hacía rodar lágrimas por mi infantil cara...

Era maravillosa. Se creía la reina de Saba. Coqueta hasta decir basta, sigilosa, copuchenta; cada vez que a mi madre se le ocurría modificar la casa (una vez al año, por lo menos) ella tenía que ir a inspeccionar los cambios realizados al final de la jornada. Los maestros esperaban hasta que ella diera su aprobación.

Con sutileza abría las ventanas y se colaba al interior de la casa, pese a que mi madre insistía en que durmiera fuera. De una u otra forma siempre la encontraba, a la mañana siguiente, cómodamente instalada en una silla del comedor. Abría las puertas con suavidad, parecía una culebra contorneándose alrededor de los muebles. Suavecita, ni se sentía. Excepto para comer, ya que hacíamos sonar un plato con una cuchara, y se sentía desde lejos el tronar de su carrera por los techos de los vecinos.

Sinvergüenza. Era muy frecuente que los vecinos la hallaran durmiendo en medio de sus camas de dos plazas. Incluso una vez robó el trozo de carne que alguien estaba preparando en la cocina. Sacando cuentas, me hizo pasar hartas planchas.

Estaba medio loca, insisto que por culpa de un accidente. Cierto día, siendo pequeña aún, jugaba en medio de la calle, cuando de pronto un auto venía rápidamente hacia ella. Era muy inteligente, porque en vez de correr hacia la vereda (atropello seguro), ella lo hizo en sentido contrario y pasó por debajo del auto. Se sintió un golpe, y cuando fuimos a verla, tenía una herida sobre un ojo, además de quedar un poco mareada. Desde ese día comenzó su errática conducta.

Y lo más importante: era muy fresca. Pese a que le poníamos inyecciones anticonceptivas, de una u otra manera se las arreglaba para llenarnos el patio de enamorados. Era de terror mirar en la noche, decenas de pares de brillantes ojos pendientes de sus eróticos movimientos. Aunque hubo uno que siempre ganaba; Peter el Negro. Era el típico gato callejero, peleador, matonezco. Pero era su adoración. No importaba que tuviera una corte de lindos galanes listos para complacerla, aparecía Peter (bautizado así por mi padre), y todos corrían, mientras ella, toda cocoroca, se rendía a sus encantos.

La foto que guardo de ella precisamente inmortalizó uno de esos momentos. Es como para la portada de una Playboy felina. Al final le decíamos "Prostitusa".

El siguiente fue justo un hijo de mi amada Pitusa: Pichín. Originalmente conocido como Nitrito, en honor a la carrera Química de mi hermano, rápidamente derivamos a su nuevo nombre. Era hambriento. Pobre, recuerdo que poníamos la comida para ambos en un gran plato, y por jerarquía él debía esperar a que su amorosa madre comiera primero. Ella lo hacía sufrir. Picoteaba por un lado, por otro. Se quedaba mirando el plato. Hacía como que se iría, pero bastaba que Pichín se acercara para que se le engrifara, lo llamara al orden, y siguiera comiendo, un poquito por aquí, otro poquito por allá. Cuando por fin quedaba el alimento a su disposición, él limpiaba el plato desde una orilla hasta el otro extremo, sin escoger. Tragaba absolutamente todo.

Para una navidad mi hermano mayor llegó a casa con una jaula y dos canarios, que regalaría a su actual esposa. Pitusa miró la jaula con cara de interrogación, le explicamos que no debía acercarse, y siguió durmiendo ajena al bullicio de las aves. Pichín vio la jaula y se lanzó en picada. Igual que Silvestre cuando trata de engullir al lindo canarito. Una y otra vez chocaba contra los fierros, y finalmente los observaba, en actitud culebrezca, esperando una oportunidad para terminar con sus vidas y sus cantos. Un día encontramos la jaula en el suelo, pero afortunadamente no le dio la inteligencia para abrirla.

El pobre se fue exiliado el día que se le ocurrió exterminar a un nuevo hijito de Pitusa. Ella tuvo un parto difícil, y sólo sobrevivió un gordito blanco con la cola gris. En un descuido, Pichín lo sacó de la cama y se lo llevó al patio de otra casa. Yo alcancé a verlo, y salté la pandereta para rescatarlo, pero llegué tarde... me dio ataque de nervios, así que chaolín con el gato. Igual tengo una foto, sacada por mis hermanos, el día después de una fiesta de cumpleaños. Estoy durmiendo en un sofá, y al lado, en un sillón, Pichín está durmiendo en la misma posición.

Y ahora él, Gatoku, personaje muy importante, que se cree dueño de mi casa (capaz de que un día no me deje entrar). Es tan consentido que hasta lo llevo de visita cuando voy a ver a mis padres. Creo que a cualquier persona que lo viera muy instalado en el asiento del copiloto le daría ataque de risa. Pero yo lo hago por su salud, para que aproveche de subirse a los árboles y perseguir pajaritos, y para evitar tener que salir a pasear con él como si fuera un perrito.

Me compré un futón y cree que es para él. Basta que una visita se siente para que él vaya inmediatamente a recuperar su lugar. Ahora estoy enojada con él, porque anoche no me dejó dormir. Me despertaba a cada rato con sus llamados y lamentos, y hasta vino en una a tocarme la cara porque "quería jugar". Creo que eso me pasa por dejarlo solo sábado y domingo. Aunque lo reté, igual lo tengo echado a mis pies. Es tan regalón.

A diferencia de Pitusa, él no es sigiloso. Abre las puertas a empujones, tira todo lejos, me deja desastres, me tiene los muros llenos de arañazos... dicen que si se me ocurre tener hijos con él tengo un buen entrenamiento. No sé si será muy recomendable como práctica, pero sí al menos que es un buen compañero. Ya me haré un collage con todas las fotos de él que tengo.Espero no llegar a ser así cuando más vieja. Está bien que tenga una historia marcada por la presencia felina, pero de a uno a la vez. Ya le dije a mi editor "si me escuchas decir que quiero otro gato, golpéame". Y espero que de verdad me cumpla. Ya estoy trastornada con uno, no pretendo hacerme de otro!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

espero no ver nunca ese collage, sería como la encarnación de mis peores pesadillas, rodeada de felinos. Me muero.
Adivina quien soy..obvio, la repulsiva de los gatos..jejeje

Lilian Flores Guerra dijo...

Que eres ridícula... si Gatoku es lo más lindo que hay...