lunes, 30 de julio de 2007

Una mujer y un gato


- No me pidas que te acompañe.

Corto y preciso. No alcanzó a salir una sola palabra de mi boca, cuando su negativa me hizo desechar la idea. Lo miré con cara de desafío, como diciendo "y quién necesita que la acompañen?", y me dirigí a la cocina.

Ahí estaba. Gordo como una vaca, Gatoku, mi fiel tormento, se tiraba al suelo, creyéndose bonito, y me hacía gracias para que jugara con él.

"Está demasiado obeso este gato. Tengo que hacer algo antes que reviente".

Tomé el arnés de cuero, comprado esa mañana en la feria de los martes (no voy nunca a una feria, pero esta vez tenía un objetivo bien claro), y comenzó la lucha por colocárselo y salir a la calle.

Reclamó, se movió, se ladeó, arrancó. Se devolvió. Finalmente, cuando logré mi misión, fui a buscar la plata necesaria para las compras de la tarde.

El me miraba de reojo. Fingiendo leer atentamente el diario, no podía ocultar su sonrisa burlesca.

"Y voy no más. No voy a dejar que al gato le dé un infarto por miedo al ridículo".

- Algún encargo?

En el silencio pude escuchar sus esfuerzos para no reirse a carcajadas.

- No, trae el pan no más.

Tomé el extremo de la cadena, y al pasar por el pasillo miré soslayadamente el espejo. A mi juicio me veía bastante simpática, con un gorro y bufanda tejidos a mano (de la misma lana, una de mis creaciones de día de lluvia), y el gato tironeándome del brazo.

Salí del departamento. Primera prueba: bajar desde el cuarto piso por la escalera. Creo que con suerte una vez Gatoku se me arrancó, y en un ataque de valentía corrió hasta el segundo piso. El gato avanzaba husmeando, como tratando de evaluar si el suelo estaba lo suficientemente limpio como para dignarse a posar sus patitas sobre él.

- Vamos, no tengo toda la tarde.

Cumplida con éxito la primera fase (pareció disfrutar los saltitos de un escalón a otro), debía afrontar un nuevo desafío: salir a la calle. Miré hacia el balcón, y ahí estaba su cara risueña, como queriendo constatar que me daba lo mismo la opinión pública. Le sonreí descaradamente, y decidida, salí con mi gato rumbo al almacén.

En la esquina estaba la pandilla de chicos raperos-reggaetoneros-colocolinos, los mismos que habitualmente me veían colgando la ropa recién lavada en la terraza. Mi súbita aparición los dejó mudos. Sentí un leve cosquilleo en el vientre, un ligero pinchazo de rubor. El grupo se abrió para dejarme pasar, y mientras me deslizaba seriamente entre ellos, el peso de sus miradas me clavaba en la nuca.

- Chuta que hay perros raros en el condominio.

Carcajadas al por mayor. Decidí que esa burla adolescente era una mínima afrenta en comparación con los enormes beneficios para la salud de mi felino, así que tomé aire y seguí con paso firme hacia mi destino.

Gatoku pareció no afectarse por la risa de los muchachos, y se dedicó a oler el suelo y caminar en zig zag hasta el almacén. Una vez allí, tuve que hacer una fila para esperar mi turno y sacar el pan recién salido del horno.

- Qué lindo el gatito! Cómo se llama?

Una niña de unos ocho años, vestida total y absolutamente de rosado, se inclinó sobre el animalito y comenzó a hacerle cariño.

- Gatoku, le respondí, con la más amable de las sonrisas.

- Y qué significa?

Dudé unos instantes. No podía decirle lo que realmente simbolizaba ese nombre, creado por mi hermano menor una noche en que el gato, cuando apenas tenía 6 meses, no dejó dormir a nadie en la playa por sus constantes entradas y salidas por las ventanas.

- Eh, gato curioso.

No me gusta mentir, pero era lo mismo que le había dicho a mi sobrino ante similar pregunta, así que lo asumí como cierto, y me quedé muy tranquila.

Terminé de hacer mi compra, y me retiré del almacén escoltada por las miradas de toda la clientela.

Una vez en la calle, pensé en darme una vuelta más grande y llegar al edificio por el otro lado, evitándome un nuevo contacto con la pandilla burlesca. Después de meditarlo unos segundos, miré al gato, y decidí que unos chiquillos malagestados no me apartarían de mi ruta, y menos aún, del objetivo de entregar una vida más saludable al pequeño animal bajo mi cuidado.

Con toda la seguridad del mundo me dirigí hacia ellos, que cuando me vieron venir se quedaron nuevamente en silencio. Ya esperaba una nueva pachotada, cuando de pronto apareció entre los arbustos un perro no muy grande, callejero, de esos que a simple vista uno calcula la cantidad de peleas que debe enfrentar a diario.

Mi primer impulso fue tomar el gato en brazos. Me di vuelta para cogerlo, cuando lo vi engrifado al máximo, con su lomo arqueado y los pelos parados, tiesos, haciendo un ruido amenazante. Casi me dio susto acercarme, y lo miré a él, y al perro alternadamente, tratando de pensar una manera digna y segura para salir del trance.

En eso el perro se le acercó, como pensando en atacarlo, y Gatoku le lanzó un arañazo. El perro dio un gemido, y se fue chillando.

- Buena, cacha el gato malas pulgas!

En ese momento me di cuenta que los chicos reían y hacían comentarios sobre la bravura de mi mascota. Pero su tono ya no era de burla, si no de un risueño respeto. Miré al gato, que ya volvía a su posición normal, y sonreí satisfecha.

- Señora, ta bonito su gato, me dijo uno de los muchachos.

Con amabilidad agradecí el piropo como si fuera para mí, y tiré de la cadena para dirigirnos a la casa. Miré hacia el balcón, y ahí estaba, mirando la escena con expresión de complacencia.

- Y quién dijo que necesitaba que me acompañaras?




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